Llegeix aquí la versió en català de l'article de Jonathan Martínez
El pasado mayo, el gobierno de Mario Draghi endureció un 25% los impuestos sobre los "beneficios caídos del cielo" que engullen las eléctricas. La metáfora es elocuente porque habla de la lluvia de millones que empapa a las empresas cuando los ingresos sobrepasan con extraordinarias creces los costos de producción. En inglés se llaman
windfall profits por analogía con esa fruta madura que se desprende de un golpe de viento.
Pedro Sánchez lleva ya más de un año tratando de sortear la andanada de los precios de la luz con remiendos de emergencia. La invasión de Ucrania y el nuevo laberinto geopolítico, desde luego, no han facilitado la maniobra. El pasado mes de julio el gobierno español anunció un gravamen para los colosos energéticos que estará en vigor entre 2023 y 2024 y que podría reportar un buen pellizco a las arcas públicas.
La derecha política, mediática y empresarial ha fruncido el ceño por tacañería, por oportunismo o simplemente porque vive aferrada a la consigna falaz de la reducción de impuestos. Algunos se quejan de que el gravamen es confiscatorio o no tiene fundamento jurídico. En el fondo siempre late la idea ya asentada en el imaginario ultra de que el ejecutivo sanchista es poco menos que un tardío apéndice del quinquenalismo soviético.
Tal vez exista la tentación de interpretar el nuevo apaño fiscal como una triquiñuela comunista. No obstante, hay pocos emblemas vivos del capitalismo, como Mario Draghi, que no solo presidió el Banco Central Europeo, sino que además alentó las privatizaciones desde la dirección del Tesoro italiano. Ahora es fácil olvidar que la mismísima Margaret Thatcher, valquiria del libre mercado, proclamó en 1980 un
windfall tax frente a la subida de precios de los combustibles. Las petroleras que operaban en el mar del Norte alegaron que la medida limitaría las inversiones.
Repsol irrumpió el pasado lunes en el debate fiscal con un argumento idéntico al de las corporaciones de la era Thatcher. En una tribuna de
El País, Josu Jon Imaz protesta contra el "impuesto encubierto", acusa al gobierno de demagogia y advierte que los gravámenes especiales dañan la capacidad de inversión de las empresas. Para finalizar, amenaza veladamente con recurrir a los tribunales para que la recaudación excepcional regrese a manos particulares.
No hay mucho que decir sobre aquellos que han utilizado su andadura política para medrar en la empresa privada. Todo se entiende mejor si recordamos que el año pasado Imaz se embolsó 4,24 millones, alrededor de trescientos salarios mínimos. Se entiende mejor aún si confirmamos que Repsol sumó en el primer semestre de 2022 un beneficio récord de 2.539 millones. Hablamos con soltura de los oligarcas rusos, pero muy poco de otros oligarcas más cercanos y entrañables.
Gravar los beneficios caídos del cielo conlleva sus matices y está lejos de ser una medida subversiva. Sin embargo, en estos últimos calores del verano, es agradable echarse a la garganta un refrescante granizado de lágrimas de rico.
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